Resulta por todos conocida la coloquial distinción entre “multa penal” y “multa administrativa”, la cual suele ponerse de manifiesto en ámbitos tales como las sanciones de tráfico, multas por exceder el consumo de alcohol al volante, o aquellas referidas al pago de impuestos. Sin embargo, pese a efectivamente existir dicha distinción, tanto el origen como la finalidad de ambos tipos de sanciones obedecen a supuestos distintos, los cuales analizaremos.
El principio de legalidad, consagrado en el art. 25 CE, es un principio inspirador propio del Derecho Penal, así como resulta igualmente aplicable en el Derecho Administrativo Sancionador, siendo ambos manifestaciones de la potestad punitiva del Estado. Ello significa que toda sanción impuesta ha de venir apoyada por una norma legislativa que la justifique, y a su vez sirva de límite en su aplicación, lo cual tiene como consecuencia directa la imposibilidad de imponer una sanción por desarrollar una conducta que no aparezca recogida como tal. Y es que, como dispone la STS de fecha 27 de enero de 2003, ambos ilícitos, penal y administrativo, exigen un comportamiento humano, positivo o negativo, una antijuricidad, la culpabilidad, el resultado potencial o actualmente dañoso, y la relación causal entre este y la acción.
Sin embargo, ¿Dónde se encuentra ese limite entre el Derecho Administrativo y el Derecho Penal? La respuesta a dicha pregunta no resulta sencilla, puesto que nuestra Constitución deja libertad al legislador para identificar aquellos bienes que deban ser protegidos por el Derecho
sancionador. Por otro lado, sí se encuentran indubitadamente diferenciadas las fronteras en el contenido mismo del castigo, pues el art. 25.3 CE prohíbe a la Administración imponer sanciones que directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad; a diferencia del Derecho Penal, siendo en este ámbito ciertamente comunes dichas penas. Por ello, no resulta desconocido que el procedimiento administrativo sancionador ofrezca menos garantías que el procedimiento penal, puesto que como indica la STS de 9 de marzo de 2000, las garantías formales del procedimiento administrativo sancionador deben garantizarse en proporción a la gravedad de la sanción que, en su caso, pueda imponerse.
Como principal consecuencia de lo expuesto, se deriva el principio de intervención mínima del Derecho Penal, el cual debería aplicarse ante el fracaso de los restantes medios que nuestro sistema jurídico ofrece, así como para la protección de los intereses mayoritarios, tales como el derecho a la vida o la integridad física. Así, ante un control de alcoholemia, al superar la tasa de 1,2 gramos de alcohol en sangre, se estaría cometiendo el delito previsto en el art. 379 del Código Penal, en lugar de una infracción administrativa, de acuerdo a la mayor peligrosidad de la conducta, así como el mayor riesgo para el bien jurídico protegido por dicha norma, que no es otro que el mantenimiento de la seguridad en el tráfico como presupuesto de la protección de la vida e integridad física de las personas.
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