«Todo el mundo es inocente…»

Convencido estoy de que la gran mayoría de los que lean este título saben perfectamente acabar la frase, seguro. Lo que quizás no se tenga tan claro, sin ánimo de ofender a nadie que cada uno sabe de lo que sabe y se dedica a lo que se dedica, es la importancia o trascendencia de tan famosa y oída frase. Y digo esto porque esconde uno de los pilares y principios básicos del ordenamiento jurídico y del ámbito penal: La presunción de inocencia. 

 

Este derecho fundamental recogido, además de en muchísimos instrumentos internacionales en materia de derechos humanos, en el Artículo 24 de nuestra Constitución que indica y cito literal: “Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos.” En la práctica  – más allá de un fundamento más que utilizado en cualquier recurso por todo buen abogado que se precie, como verdadero y único fundamento, como “cajón desastre” de sus alegaciones y pretensiones y a veces también, porque no decirlo, como “último clavo” al que agarrarse – supone una verdadera garantía consistente en presumir la inocencia del acusado hasta que se pruebe su culpabilidad por un tribunal competente, implica que en el proceso penal el juez tiene como punto de partida la inocencia del imputado, de forma que si el acusador no acredita cumplidamente su acusación contra aquél con los medios de prueba pertinentes, la inocencia presumida se convertirá en verdad definitiva. Dicho de otra manera en términos más prácticos y entendibles: El acusado no debe de preocuparse en demostrar su inocencia sino que es la acusación quien debe probar su culpabilidad y que en el punto más álgido conlleva que nadie podrá ser condenado cuando exista la más mínima duda de su culpabilidad. 

 

Esto que en plano teórico-jurídico y explicado de forma más o menos, entiendo, plausible para los no legos, acarrea no poca controversia a pie de calle y en la opinión pública con determinadas sentencias absolutorias que se convierten en la comidilla de tertulias televisivas que no escatiman en  lanzar improperios contra el sistema judicial e incluso contra el juez o tribunal de turno, sentencias que tienen su fundamento y explicación, en muchas ocasiones y entre otras, en ese principio inquebrantable de la presunción de inocencia.

 

Y termino completando la frase porque si no parece que algo me queda pendiente         

“… Hasta que no se demuestre lo contrario”.

 

Autor: Jesús Alfonso Rey